Literatura

El chico del andén

RELATO corto sobre el entrañable encuentro entre una ilusión disparatada y una mopa comprensiva

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Una vez pescado su objetivo, y aunque a él le costara explicarse con palabras, tuvieron lo que se puede llamar una conversación. Mucho departieron, aunque tardaron lo suyo en superar los formalismos de lo trivial. Afortunadamente para las dos, ese obstáculo de la conversación tocó su fin, siendo reemplazado por lo sustancial, por lo interesante, por lo anecdótico: la magia de los desconocidos.

– El chico del andén –

RELATO COMPLETO

El chico del andén

Era veintidós de marzo tanto en Príncipe Pío como en el resto del mundo, pero en Príncipe Pío había ocurrido algo inusual: fue el segundo día consecutivo que ese chico se sentó a esperar un tren. Lo extraño no era el hecho en sí de esperarlo; lo extraño era esperarlo sin pensar en subirse a él. En contra de lo esperado, se podría decir que tenía sus motivos.

Pero volvamos a la esencia de la “inusualidad”.

Allí se encontraba el chico, en esa segunda mañana, como una estatua, observando con sus ojos rasgados, desde un banco del andén de la estación, cómo la rutina encarnaba a un titiritero, un titiritero que manejaba los movimientos de las cientos de personas que desaparecían tras los torniquetes. Pero en esa segunda mañana, curiosamente, el chico no era la única estatua del andén. Había otra, una que tenía algo más de movimiento, no mucho más, pero «algo» sí: la señora que con el tic-tac de su mopa, tic-tac, tic-tac, dejaba relucientes los suelos de la estación. Como dos estatuas cuyas espaldas coinciden en la exposición de un museo, ninguna de las dos se percató, en medio de la más patente rutina, de la presencia altisonante de la otra.

El tiempo decidió correr hasta que varios días lo alcanzaron. Fue entonces cuando esa señora se fijó por vez primera en el chico, ya que ella trabajaba los días impares de la semana. Con su vista, y de reojo, dedujo que el chico era un chico “diferente” que debía de pertenecer al club de los adolescentes, aunque apenas aparentaba los quince años que en realidad tenía. De hecho, fue su vista la que averiguó que el chico solamente ocupaba el banco ‒el cuarto contando desde los torniquetes‒ por las mañanas, y siempre a partir de las ocho, de donde no se movía hasta que los relojes proclamaban las dos. La señora también se dio cuenta de que el chico, cada vez que un tren vaciaba sus vagones, buscaba inquieto entre los rostros uno que no aparecía. Dos cosas más le llamaron la atención, antes de reprocharse como indiscretas sus intermitentes ojeadas: 1) la constitución del chico, que ni ver tenía con los cuerpos que adoctrinan los gimnasios, ni con las esparragadas figuras que moldea, con hormonas, el estirón puberal; y 2) su vestimenta, formada por una sobria chaqueta, un pantalón y una camisa recién planchados, unos calcetines despelusados y unos zapatos más brillantes de lo normal. Sin embargo, por más que la señora le escupiese miradas, sus ojos jamás habrían podido descubrir que el chico estaba allí por amor, una razón que muchos habrían tachado de ridícula, y muy pocos, tristemente, de heroica.

Como la primera semana se cansó de ser, dio paso, perezosamente, a la siguiente. En ésta la señora de la mopa profundizó aún más en sus observaciones, afinándolas; entre otros motivos, porque se le ofrecía algo que observar. Eso no significaba que no se llevara una nueva sorpresa cada vez que identifica la silueta del mismo chico en el mismo cuarto banco del mismo andén. Es más, tanto se sorprendía de volverle a ver que, en su entrometida balanza, la admiración cedía, sin fuerza, bajo el peso de la curiosidad. De esta manera, el chico pasó a protagonizar sus jornadas laborales.

Ahora bien, la señora de la mopa no era la única deslumbrada con la luz de los descubrimientos. Después de dos semanas, fue el chico, y no la señora de la mopa, quien descubrió cuán falsas son las películas, sobre todo aquellas que omiten que los bombones se derriten, que las flores se marchitan. Fue él quien descubrió que los adultos salen de los trenes con una prisa estúpida, pero entran, reconociendo que lo es, sin ella. Fue él quien descubrió que el amor de su vida todavía no había cogido su tren. Y fue él quien descubrió que la señora del equipo de mantenimiento de la estación no dejaba de observarle, la mayor parte de las veces, ¡descaradamente! El chico, en lugar de amedrentarse por la trascendencia de estos descubrimientos, suspiró. Él era «especial», y lo sabía. Si dudaba acerca de por qué estaba allí, sentado, esperando, le bastaba con volverse a mirar la línea que adornaba la palma de su mano y el trozo de periódico, o el trozo de periódico y la línea que adornaba la palma de su mano. Desde que podía evocar un recuerdo, su madre le había dicho que esa línea significaba «triunfar en el amor». Respecto al periódico, nadie le había dicho nada. Además, su «especialidad» estaba corroborada por la ciencia. El chico recordaba las palabras de los médicos. Esos científicos le ensañaron fotos de su cuerpo con mucho zoom, demostrando así, aunque él nada viese, lo «especial» que era. A diferencia de la mayoría, él tenía en algún sitio, o eso decían los científicos médicos, tres cromos en vez de dos.

La cuarta semana no se hizo esperar, como si la señora la hubiese llevado a rastras para dar por fin el paso de hablar con el chico. A pesar de sus más de cincuenta navidades, estaba acostumbrada a creer que cada persona construía su propio mundo. Inmiscuirse en uno que no fuera el suyo sólo podría acarrear problemas. De manera que, silenciando la filosofía vital de su conciencia, se atrevió a dar el paso.

Lo dio en una de esas ocasiones en las que el chico estaba envuelto en un mar de personas. Una vez pescado su objetivo, y aunque a él le costara explicarse con palabras, tuvieron lo que se puede llamar una conversación. Mucho departieron, aunque tardaron lo suyo en superar los formalismos de lo trivial. Afortunadamente para las dos, ese obstáculo de la conversación tocó su fin, siendo reemplazado por lo sustancial, por lo interesante, por lo anecdótico: la magia de los desconocidos. El chico, en ese preciso instante, estaba justificando su persistente presencia en el andén. Por lo visto, sus motivaciones se reducían a la «profecía» que encontró en un papel. Tanto fascinó esto a la señora de la mopa que, impresionada, cogió, con permiso del chico, el trozo de periódico aludido, y leyó en el mismo…

«…Capricornio: Hoy comienza una etapa decisiva en tu camino hacia el amor. La estación de tu vida será el destino de un tren que traerá a la persona con la que siempre has soñado. Si sueles pasar mucho tiempo en casa, ¡ya es hora de buscar una nueva experiencia! Tu espíritu soñador necesita que seas paciente: hoy esperar merece la pena…»

No tuvo que seguir leyendo para comprender que el precio de saciar la curiosidad no siempre es el deseado. Y, aun así, las confidencias ajenas que digirió aquel día no trastocaron su opinión respecto al chico, o no en un sentido peyorativo. Al contrario, cada vez que, en las veces venideras, amarró su vista en el cuarto banco del andén, los ojos de la señora de la mopa siguieron amueblando ternura y admiración, si cabe con más intensidad. A fin de cuentas, no dejaba de ser sorprendente el empeño del chico.

El tiempo siguió su curso, hasta el punto que el veintidós de marzo había cedido ya entre sí mismo y el veintidós siguiente un mes. Por esas fechas, el chico, mientras esperaba otro día más al amor, se cuestionaba su apariencia. La persona que le imitaba en el espejo no era «especialmente» fea. A lo que había que sumar el diseño de su boca, siempre abierta, la cual reflejaba su interés por hablar, algo imprescindible en la relación que imaginaba en su cabeza. Entonces, ¿por qué se retrasaba tanto el tren? ¿Por qué el amor era tan remolón? ¿Acaso no compartía su ilusión? Cuando no cavilaba sobre estas cuestiones, entretenía su paciencia con su nueva amiga. Al fin y al cabo, sí; la señora del equipo de mantenimiento de la estación le caía bastante bien. Ahora le saludaba al verle y cruzaban algunas palabras. Incluso era cariñosa, actitud que él atribuía al poder del «síndrome», un poder que le dieron sus padres poco antes de nacer. Lo que él jamás logró comprender fue cómo la señora del equipo de mantenimiento de la estación le hizo volver al instituto por las mañanas.

Esto ocurrió el lunes de esa misma semana.

Un repertorio de extrañas coincidencias vinculadas a una situación demasiado favorable le ofreció al chico una nueva «profecía», previamente preparada ‒‒cómo no podía ser de otra forma‒‒ por la señora de la mopa, quien decidió, al margen de sus avezadas costumbres, entrometerse en la vida del chico para que el chico viviera. Con tanta maestría confeccionó la profecía que, cuando se incorporó a su turno del viernes, no se supo muy bien qué sentimientos navegaron por su interior en el mismo momento en que contempló el cuarto banco… ¡vacío! El chico del andén ya no estaba. Se había desvanecido como el resto de personas que los trenes desalojan al llegar a sus destinos, personas escurridizas que, con sólo ser retenidas en el cuadro de la mirada, una estatua no podrá evitar preguntarse…

“¿A dónde se dirigen?”

…o…

“¿Cómo son sus vidas?”

…o…

“¿Qué será de ellas?”

Tampoco la señora del equipo de mantenimiento de la estación pudo evitarlo, pero el chico del andén, al igual que los torrentes de personas que fluían a su alrededor eyaculados por los trenes, jamás regresaría para regalarle una respuesta.

Al final, cuarenta días más tarde, la estación de cercanías de Príncipe Pío volvía a la impasible, serena y aclimatada normalidad, mientras una única estatua, en los días impares de la semana, adornaba sus andenes, haciéndolos brillar con el tic-tac de su mopa, tic-tac, tic-tac

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