Literatura

El lenguaje de la lluvia

EPITAFIO de una renuncia

Muchos aseveran que la poesía es confesión, exorcizar el interior, desnudarlo, hacer un corte en la piel de la memoria de modo que se escurran experiencias intraducibles, sentimientos, emociones, inquietudes… Yo no reduciría la poesía a eso. O no sólo a eso. Pero ésta, casualmente, sí posee ciertos tintes confesionales, justificatorios, biográficos. De hecho, El lenguaje de la lluvia bien pudiera reducirse al epitafio de una renuncia, a la patética e incoherente despedida de un músico de la música. Es, por así decir, mi propia melodía de contradicciones. Todo en ella rezuma incongruencias. Y musicalidad. A fin de cuentas, ¿puede un músico dejar de serlo? ¿Cómo? ¿Repudiando su instrumento? ¿Estancando sus composiciones? ¿Desangrándose a la vera de una pasión amputada? En torno a estas dudas orbitan los versos y mi dilema. Dilema irresoluto, por cierto. ¡Y cómo habría de resolverse para quien, después de invertir la mitad de su vida aprendiendo a expresarse con sonidos, de repente, renuncia a ese aprendizaje, a ese inconcluso aprendizaje! ¿A cambio de qué? ¿De la escritura? ¿Del ambicioso imposible de «habitar las palabras»? Por esta y otras razones, el poema presencia en sus entrañas una lucha encarnizada, demasiado intensa como para ser sólo emocional, y demasiado emocional como para ser sólo íntima, personal, mía.

Como no podía ser de otra forma, la misma música de la que reniego es la que atiborra el poema. Todo él está plagado de referencias musicales, más o menos explícitas, y sonoras, y visuales. ¡Hasta su estructura se inspira en la obra de otro poeta que “renunció” a la música: García Lorca! El segundo canto de su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías se vuelve ahora el llanto del «trémulo trémolo de mi memoria», el séptimo de un poemario aún en gestación.

Quizás, y sólo quizás, estos versos logren honrar la calamitosa dicha de quien hizo de la música su profesión, pues nuestra forma de escuchar no es idéntica. He conocido a personas para quienes el oído es un sentido, pero también a otras para quienes el sentido lo es la música. ¡Y desde cuándo poner en entredicho el sentido de una vida no deja huella! Por eso es El lenguaje de la lluvia un epitafio, una renuncia agridulce, contradictoria, antediluviana, puede que hasta incomprensible. Desgarrar el futuro lo es.

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También puedes escucharla en:

Renunciar a uno mismo lleva al desprecio.

‒ Susanna Tamaro ‒

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El lenguaje de la lluvia

No rujas. Olvida,

susurraba la vida a mi hoyente corazón.

Ningún «¡Alto!» detiene el desfile de los días.

No rujas. Olvida.

Mas cómo olvidar lo que fue

revolcándome en lo que queda:

sueños que eructan cenizas,

esperanzas sin voz,

emociones que hibernan.

No rujas. Olvida.

¡Ya quisiera yo olvidar!,

mas por más que despiojo mi mnemofonía,

por más que me fermento en vacuidad,

ni la plenitud es olvidable,

ni los dones,

reglas,

mitos,

fallos,

soles,

lágrimas

y siglos,

envainables

en una amnesia tonal.

No rujas. Olvida.

¿Olvida una sombra la luz que la amamanta?

¿Olvidan los gorjeos de la aurora

quién compuso sus baladas?

¿Acaso los melocidas olvidan?

¡Cómo podré entonces olvidar yo!

No rujas. Olvida.

¡Oh, vida, regálame cómo!

Allí donde escucho recuerdo.

Allí donde callo retumbo.

¿No comprendes?

Para alimentar al mundo,

sembré en un ayer mis oídos.

(Qué débil la simiente.

Qué estéril la impaciencia).

Al cielo le florecieron canas;

al pentagrama, silencios.

Nada más floreció. Nada.

Ni siquiera ruido.

No rujas. Olvida.

¿Y si no?

¿Y si desoxido mis dedos?

¿Y si los reafino en aquella apóstata ilusión,

en aquel caduco eco?

¿Involucionaría acaso?

¡Que me esputen otra opción!

¿Crecer?

¡No quiero!

Quiero crecer como quiera, no como crezco.

¿Cambiar?

¿A qué?

¿A un filófono mudo?

¿Sufrir?

¡Ya sufro!

¿O no es sufrir deshuesar esfuerzos,

apadrinar fracasos,

carcomer las sendas indelebles de los gustos?

¡Infausta fórmula para olvidar ésta:

extirparse un talento

de modo que creciendo, cambiando y sufriendo

llégueselo a repudiar!

¡Ay, si extirpable fuera…!

Si extirpable fuera

meloplejiaría al fin mi ego.

Si fuera extirpable

no tendrían las musas bozales,

ni mis vísceras miedo.  

Con lo cual,

sólo resta rugir.

Ni crecer, ni cambiar, ni sufrir;

rugir,

tapiar con rugidos

el «yo» que ordeñaba reflexiones al sonido,

el «yo» que ordeñaba sonidos reflexionando,

presenciando sentir.

Sin el indulto del olvido,

aunque aflija aceptarlo,

sólo-resta-rugir.

Y rugiría…

No rujas…

…pero con los pulmones de la tierra…

No rujas…

…y no con el trémulo trémolo de mi memoria…

No rujas…

…¡y no con un factible arrepentirme que me aterra!…

No rujas…

…¡y no con la guitarra afónica!

…Olvida.

¡De acuerdo!

Pero antes… ¡alto! ¡Alto! ¡ALTO!, rugí yo.

Razón tenías:

ninguno detuvo el desfile de los días;

el «hoy» es tan nómada como ellos,

igual de irretenible,

igual de resbaladizo y conspirador.

Y aun así,

(¡cuánto he de admitirlo!)

yo olvidar ni sé ni puedo.

Mientras mis tímpanos trepiden,

con poco que vocalicen los truenos,

el ritmo de la magia, incomprendido,

me acosará,

desacompasando lo decidido.

Por eso sólo resta rugir;

no hacia algo, hacia adentro.

Por eso apianaré tus consejos,

y junto a mi corazón,

mi corazón susurrado,

mi corazón euterpino, pluvilingüe,

mi corazón,

autoincapacitados ambos para cantar,

rugiremos.

                                                                                                                         Octubre de 2021

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