Pájaro verde

¿Cuál es uno de los mayores índices de autoestima en alguien? Sin el menor asomo de duda, la complicidad, el ser cómplice de alguien, pero no en el ámbito de los crímenes, sino en el ámbito del entendimiento. La sensación de entenderte con alguien es un parque de atracciones para nuestras emociones. Conectas y, de repente, te sientes extrañamente bien, inmensamente bien, ¡bienísimo!, tanto que disfrazas esa misma complicidad de amistad, de atracción, de amor incluso. Has descubierto la magia de una conexión fortuita pero auténtica, ¡cómo no te vas a sentir bien! ¡Cómo no vas a pensar que es algo más! Y, en poco tiempo, ese entendimiento mutuo que ni tú ni la otra persona podéis explicar se afana construyendo planes, proyectos, relaciones, parejas, amistades… Pero, ¿y si fuese sólo un chispazo? ¿Y si contagiarnos de complicidad fuese más común de lo que nos imaginamos? Peor aún: ¿y si la complicidad, en lugar de elevarte a una relación o a un compendio de momentos por llegar, te condujese a un «adiós» impremeditado, a un «me lo paso bien contigo, nada más», a un «era una persona genial»? «Pájaro verde» pone voz a eso mismo, retratando la relación que dos buenos colegas trataron de mantener, aun en contra del tiempo y de sus inconciliables inquietudes personales, que los terminarían por separar, volatilizando su compadreo, del cual, mirando alternativamente atrás y al frente, únicamente han quedado escombros de recuerdos divertidos, anecdóticos, memorables… y ya. En otras palabras, la complicidad no lo es todo.

Pese a la inminente separación de caminos e intereses de los personajes (alegorizados por la FLAUTA y la GUITARRA), la música de la obra se queja de que esto tenga que ser así, de que la vida tenga que ser así, de que la complicidad no baste para mantener a flote una relación con alguien, de que las relaciones de colegas sean las primeras en sucumbir bajo las demoledoras suelas del tiempo. Desgraciadamente, este inconformismo no podrá ser satisfecho. El discurso de los instrumentos, en todo momento, manifiesta la camaradería ‒‒de triste desenlace‒‒ antes referida, no sólo por la gracia del motivo picado de la flauta (encajado en ese peculiar pulso «ostinatado»), sino por la incisión que a la obra suponen los diálogos y los solos. Pero no por ello la evolución de la sonoridad deja de ser producto de la mezcla de indignación y decepción en la guitarra, la cual se niega a creer que el devenir pueda diluir los lazos establecidos entre dos buenos colegas. De esta forma, lo que antes era complicidad se vuelve incomprensión; lo que antes eran «buenas vibraciones», ahora, desdén. Todo esto desemboca en el aspecto más característico de la obra: la transformación formal; pues el material temático, dado a conocer en el modo Mayor, sufrirá su metamorfosis hacia el menor conforme la obra termina de presentar sus ideas.

Al margen de que no haya un “final feliz”, «Pájaro verde» no deja de ser una obra de agradecimiento, pues los momentos que compartí con Dani ni serán ni los quiero borrados. Esos momentos, y la complicidad exprimida sobre ellos, merecen un más que digno «gracias». Para quienes se pregunten acerca del título de la obra, entre Dani y yo queda su denominación. Para quienes se pregunten acerca de la elección de los instrumentos, Dani, hasta donde yo sé, no ha dejado de ser flautista, igual que yo aún conservo una guitarra arropada entre mis brazos.