Love is in the air

La efectividad de un ritmo debe medirse en las ganas de bailar que nos insufla, en lo pegajoso que lo siente nuestro cuerpo, en lo pegadizo que se vuelve a nuestro oído. Y el ritmo que subyace a la letra de este hit australiano, sin lugar a dudas, ¡es efectivísimo! ¡Quién no se sorprendería al mover inconscientemente su cadera con apenas escuchar los primeros compases de esta canción! Prescindiendo de la letra, que rezuma «amor» por cada poro melódico, ¿no es el tema ‒‒¡el mismo con el que se cerró la ceremonia de los Juegos Olímpicos de Sydney (2000)‒‒ una logradísima simbiosis entre lo bailable y lo cantable? ¡Qué mejor pretensión de retrato: un arreglo que estimula cuerpo y voz por igual! Ahora bien, la proporción entre exigencias técnicas y resultado sonoro difiere de la Guitarra respecto al Violín. Cierto es que alternan los roles de protagonista y acompañante. Cierto es que exploran distintas posibilidades tímbricas de sus instrumentos. Sin embargo, comparando una con el otro, esta vez el VIOLÍN propone una aproximación casi infantil, novel, inexperta a su ejecución, mientras que la GUITARRA se permite el lujo de desafiarse con toda clase de dificultades idiomáticas. La razón: demostrar que es posible nivelar la complicidad, la sincronía, la complementariedad entre intérpretes aun desnivelando sus realizaciones interpretativas. Dicho lo cual, y gracias a la labor de quienes, más allá de sus creadores, la popularizaron (en primera instancia, John Paul Young; luego, Baz Luhrmann en su película de 1992, Strictly Ballroom), dejémonos llevar por la sobria ‒‒¡pero efectiva!‒‒ rítmica de Love is in the air, incluso por el mensaje contenido en su letra, y entreguémonos ‒‒como suelen decir, «en cuerpo y alma»‒‒ a sus abductores compases.